
En una tierra cercada por ruinas, muros y bombas, donde el pan escasea y el futuro parece enterrado bajo escombros, el mar sigue siendo el último refugio de los palestinos de Gaza. No como escapatoria, sino como resistencia. Y entre quienes aún se atreven a desafiar el asedio, Salem Abu Amira —conocido como “La Bestia”— se ha convertido en símbolo de una lucha ancestral contra el hambre, la opresión y el olvido.
Con su cuerpo curtido por el salitre y las heridas invisibles de la guerra, Salem se lanza al agua sin oxígeno artificial, solo con la fuerza de sus pulmones y la memoria de su padre, que le enseñó a bucear antes de que supiera leer. En un Gaza reducido a escombros, su oficio —transmitido de generación en generación— ya no es solo una profesión: es un acto de dignidad, de rebeldía silenciosa.
Antes de la guerra genocida que Israel lanzó contra Gaza en octubre de 2023, los pescadores palestinos surcaban aguas ricas en vida, capturando más de 4.600 toneladas de pescado al año. Eran el pulso de una economía local asfixiada, sustento directo para 18.000 familias, según el Banco Mundial. Hoy, tras más de dos años de bombardeos, bloqueo marítimo y destrucción deliberada, Gaza ha perdido el 94 % de sus capturas. Casi todos los barcos han sido incinerados, hundidos o confiscados. Y 200 pescadores han sido asesinados por el ejército israelí, según el Ministerio de Agricultura de Gaza.
En enero de 2024, Israel declaró oficialmente las aguas de Gaza “zona prohibida”, prohibiendo no solo pescar, sino incluso acercarse al mar. Una medida no solo militar, sino existencial: privar al pueblo palestino de su último vínculo con el mundo abierto, con la libertad, con la posibilidad de mirar al horizonte sin ver humo.
Pero Salem regresa. Tras meses desplazado, con su casa en ruinas y su barca dañada, vuelve a las orillas. “No tengo otra fuente de sustento. No puedo quedarme esperando que alguien me mantenga”, dice con una mezcla de resignación y coraje. Y se lanza al agua, apenas a unos metros de la costa, en aguas pobres, vacías, vigiladas por drones y cañones. Aun así, emerge con peces y un pulpo: suficiente para alimentar a sus hijos y vender un poco en el mercado.
“La pesca me alivia el estrés. Es un placer, un pasatiempo... y mi única fuente de ingresos”, confiesa. Y añade, con una tenacidad que conmueve: “Estoy decidido a enseñar este oficio a mis hijos”. Porque para Salem, como para tantos pescadores de Gaza, esta no es solo una lucha por la comida, sino por la memoria, la identidad y la esperanza.
Zakaria Bakr, jefe de los Comités de Pescadores en Gaza, lo resume con dolor: “Los pescadores son los más expuestos al peligro. Se les prohíbe ir al mar, se les niega el equipo, se les mata como si fueran blancos legítimos. Pero siguen intentándolo”.
En un mundo que discute “planes de paz” mientras ignora los crímenes en curso, Salem Abu Amira y sus compañeros pescadores representan algo que ninguna resolución de la ONU puede encapsular: la voluntad de seguir viviendo, de seguir pescando, de seguir respirando —aunque sea bajo el agua— en medio del genocidio.
El mar de Gaza ya no es un recurso. Es un testamento. Y cada pez que atrapa “La Bestia” es una declaración de existencia frente al intento sistemático de aniquilación.
Porque mientras haya un pescador que se atreva a mirar al horizonte, Gaza no estará muerta.




