
Cada año, cuando las mareas del Pacífico sur de Nicaragua se tiñen de luz lunar, un antiguo ritual se repite en silencio. Miles de tortugas paslama emergen del océano, arrastrando con ellas la memoria genética de sus ancestros, para cumplir con uno de los espectáculos naturales más conmovedores de Centroamérica: el desove masivo en la playa La Flor, a unos 156 kilómetros de Managua.
Durante las noches de agosto a enero, las arenas del Refugio de Vida Silvestre La Flor, en el municipio de San Juan del Sur, se transforman en un santuario de vida. Aquí, la naturaleza respira con solemnidad. No hay luces, no hay ruido, solo el sonido de las olas y el arrastre pausado de las tortugas que llegan a perpetuar su especie, una especie que, paradójicamente, se encuentra en peligro de extinción.
Un espectáculo natural bajo la luna
“Las tortugas comienzan a asomarse al atardecer; levantan la cabeza sobre el oleaje como si reconocieran el terreno antes de dar el siguiente paso”, explica Yuri Aguirre, especialista en biodiversidad del Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales (MARENA). “Cuando la oscuridad se apodera de la playa, comienza el verdadero ritual: cientos, luego miles de hembras emergen al mismo tiempo.”
Los lugareños llaman a este momento “la arribada”, una palabra que encierra siglos de observación y respeto por el ciclo natural. El uso de luces blancas está terminantemente prohibido, ya que puede desorientar a las tortugas, obligándolas a regresar al mar sin cumplir su misión. Los científicos y voluntarios monitorean con luz roja, la única que no altera su orientación ni sus ritmos biológicos.
Cada tortuga cava con sus aletas traseras un hoyo perfecto, deposita entre 60 y 120 huevos, los cubre con la arena y emprende de nuevo su regreso hacia el océano. En ese tránsito lento, deja enterrado el futuro de su especie.
Un vientre de arena y esperanza
Bajo la superficie de la playa, la vida germina en silencio. Los huevos permanecen incubándose entre 40 y 50 días, protegidos por la arena caliente que actúa como matriz natural. Sin embargo, no todos los nidos tienen la misma suerte: depredadores, inundaciones y el cambio climático amenazan este ciclo sagrado.
Para aumentar las probabilidades de supervivencia, parte de los huevos son cuidadosamente trasladados a viveros artificiales, donde se reproducen las condiciones naturales pero bajo vigilancia constante. “Cada nido tiene un código, una fecha de recolección y una estimación del día de eclosión”, detalla Aguirre. “Es un trabajo minucioso, casi artesanal. Queremos garantizar que el mayor número de tortuguillos llegue al mar.”
Militares, policías, guardabosques y voluntarios colaboran en la protección de los refugios, patrullando día y noche para evitar el saqueo de huevos, práctica que aún persiste en algunas zonas por razones económicas o culturales.
La carrera por la vida
Cuando las crías finalmente rompen el cascarón, la playa vuelve a ser escenario de un milagro. Miles de pequeños cuerpos oscuros emergen de la arena y se dirigen, guiados por el reflejo de la luna, hacia el océano. Es su primera y más peligrosa travesía. Aves, cangrejos y peces acechan en el camino, pero los que logran alcanzar el mar inician una odisea que puede durar décadas antes de volver, adultas, al mismo lugar donde nacieron.
“Verlas avanzar hacia el agua es una experiencia que te cambia la vida”, comenta Lee Zhang, un turista de Shanghái que viajó a Nicaragua solo para presenciar este fenómeno. “Es la expresión más pura del ciclo natural. Todo está en equilibrio.”
Un ecosistema de alta biodiversidad
El Refugio de Vida Silvestre La Flor es mucho más que un sitio de anidación. Alberga una riqueza biológica excepcional, hogar de especies como la lora nuca amarilla, el coyote, el mono leoncillo y numerosas aves migratorias. La alcaldesa de San Juan del Sur, Estela Morales, destaca que el refugio es “un símbolo de orgullo local y una escuela de conservación para las nuevas generaciones”.
“Cada temporada organizamos actividades de liberación de tortuguillos, en las que participan familias, turistas y estudiantes. Es un acto educativo y emocional; al liberar una cría, la gente entiende el valor de protegerla”, asegura la edil.
Un legado de conservación
La tortuga paslama —también conocida como Olive Ridley (Lepidochelys olivacea)— es una de las siete especies de tortugas marinas del planeta y una de las más amenazadas por el cambio climático, la contaminación plástica y la pesca incidental. Nicaragua, junto con Costa Rica y México, alberga algunos de los últimos lugares de anidación masiva de esta especie en el Pacífico oriental.
La Reserva de Chacocente, en el departamento de Carazo, complementa la labor de La Flor, formando un corredor biológico vital para la reproducción de las paslamas y otras especies como la tortuga torita (Chelonia mydas) y, en raras ocasiones, la tortuga tora (Dermochelys coriacea), una de las más grandes y amenazadas del mundo.
El Ministerio del Ambiente (MARENA), junto con organizaciones locales y comunidades costeras, impulsa programas de monitoreo, educación ambiental y turismo sostenible. La meta: equilibrar la conservación con el desarrollo económico y garantizar que el espectáculo de las arribadas continúe por generaciones.
La sabiduría del océano
Para las comunidades nicaragüenses, la llegada de las tortugas no es solo un fenómeno natural; es un recordatorio de su vínculo con la Tierra. La paciencia, la persistencia y el retorno al origen son lecciones que la naturaleza repite cada año en las costas de La Flor.
En un mundo donde los ritmos naturales parecen diluirse ante la urgencia humana, el lento avance de una tortuga hacia la arena es un acto de resistencia. Una promesa silenciosa de continuidad.
“Cada huevo que se entierra es una semilla de esperanza”, resume Aguirre. “Y cada tortuguillo que llega al mar, una victoria contra el olvido.”





 -  RSS.-
-  RSS.- 
  
 
  
 
                    

 
  









 
						




